Lujuria


No sabía con certeza si era el destino el que los juntaba, o acaso era él quien esperaba a que ella entrara a la cocineta del edificio en el que se encontraban sus oficinas, para entrar junto con ella a prepararse el café. El caso es que últimamente habían coincidido ahí casi todos los días.  Incluso ya hasta habían desarrollado una rutina: Ella revolvía parsimoniosamente su café para disolver el sobrecito de “splenda” mientras él vaciaba en el suyo medio frasco de crema en polvo. Ella lo miraba de reojo y él sonreía disimuladamente fingiendo no sentirse observado.  Y no es que fuera un hombre demasiado guapo o demasiado atractivo, pero tenía ese “no sé qué” que hacía que a ella se le acelerara el pulso y que la cuchara tintineara más veces de lo necesario en la taza.  Él le daba un sorbo a su café y ella se imaginaba que era una gota de ese café resbalando por la comisura de sus labios, recorriendo su barba recién afeitada,  descendiendo  por su firme cuello de alabastro para perderse en el interior de su camisa. Entonces él la miraba, asentía a manera de saludo y abandonaba la cocineta rumbo a su ajetreado día de trabajo, dejándola sola con su taza de café excesivamente removido.

También se habían encontrado varias veces en la terraza al salir a fumar. El se recargaba en la pared,  mirando hacia el edificio de enfrente, y ella observaba las volutas de humo que él expelía, mientras chupaba  con fruición su cigarrillo. Entonces ella imaginaba que aspiraba el humo que él sacaba, rozando suavemente sus labios, reteniendo el humo por un momento en la boca, llevándolo luego suavemente a sus pulmones. Así él, junto con el humo, podría recorrerla por dentro… Entonces el apagaba la colilla de su cigarro, le dirigía media sonrisa y la saludaba nuevamente con una leve inclinación de cabeza, dejándola sola en la terraza, con su cigarro a punto de quemarle los dedos.

Pero lo que pasó esa mañana al llegar al edificio fue muy diferente. Habían coincidido en el elevador, y ella nerviosa dirigió su mirada a la puerta por la cual no dejaban de entrar los ejecutivos apresurados para no llegar tarde a sus escritorios, seguramente atiborrados de trabajo.  La estampida la fue empujando hasta quedar de espaldas a él, casi tan cerca que podía sentirlo respirar sobre su nuca. Entonces el colocó sus manos en las caderas de ella y la atrajo hacia sí, para hacerla sentir que el también la deseaba. Fue un momento muy breve. La gente fue abandonando el elevador poco a poco y ellos eventualmente llegaron a su piso. Él caballerosamente le detuvo la puerta cediéndole el paso.  Ella lo miró ruborizada. El le sonrió con disimulo y le deseó los buenos días con un casi imperceptible movimiento de cabeza. Ella se dirigió a su escritorio confundida, emocionada y temporalmente incapacitada para pensar en otra cosa.

Por la tarde volvieron a coincidir en la terraza al salir a fumar, pero esta vez él espero a que ella también apagara la colilla de su cigarrillo. Al ingresar al edificio, la tomó firmemente del brazo y la llevó al pequeño cuarto de limpieza. Aseguró la puerta y la aprisionó entre su pecho y las repisas del anaquel. Entonces el pequeño cuarto atiborrado de trebejos se llenó también de suspiros, de caricias, de besos, de gemidos,  de sudores, de mordidas, y finalmente de gritos ahogados, silenciosos, para no llamar la atención.  Cuando al fin la calma llegó, se acomodaron la ropa y  el revuelto pelo, se miraron, se sonrieron y salieron disimuladamente. El se dirigió a su oficina, ella regresó a la terraza para fumar un cigarrillo más.

Fumaba y sonreía satisfecha mientras pensaba que ni siquiera le había preguntado su nombre. Tampoco conocía el timbre de su voz, ni en que oficina estaba o a que se dedicaba… Lo cierto es que tampoco importaba si era casado, soltero, viudo o divorciado.  Al día siguiente se volverían a encontrar, pero entonces ella ya no temblaría al mover el café, ya no se saborearía el humo del cigarrillo de él, ni se ruborizaría al subir por el elevador o cruzar frente al cuarto de trebejos. La verdad es que ahora  ya no se mirarían ni se saludarían más y pronto ya tampoco coincidirían en los mismos espacios. Quizá tal vez nada de esto había realmente ocurrido.

Paola Rosado

(Espero sus comentarios compañeros!!! Es mi primera vez escribiendo sobre el tema!!!)

Acerca de paolarosado

Maestra de turismo y administración, aprendiz de la vida, cantante de regadera, filósofa de closet, cuentista wannabe, mamá, esposa, hija, hermana, amiga ¡y lo que se acumule!
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3 respuestas a Lujuria

  1. gutyehuanc dijo:

    Auch!… Que fantastica lujuria!. maravilloso texto. Perfecta secuencia. Felicidades!

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